Radiografía: Ser mujer en México


Lo mismo que los hombres, las mujeres definen quienes son a partir de sus perspectivas individuales,  de sus relaciones con los y las demás, y de los grupos sociales a los que pertenecen, para vincular sus identidades con atributos específicos tanto de sus propios cuerpos, como del lugar que cada una de ellas ocupa en la sociedad y del conjunto de creencias, mitos y expectativas que han aprendido acerca de sí mismas o que de manera autónoma han construido a lo largo de sus experiencias de vida.

Así y con tantas variables interviniendo en la manera en que una mujer define quién es, es que se desarrolla una manera de ser mujer… por cada mujer que se identifique como tal. Esto es que tantas mujeres hay en el mundo, como formas de ser mujer existen en el preciso instante en que escribo esto. Por eso, en lo abstracto queda bien hablar de “la feminidad” para expresar un atributo humano, pero en la práctica no queda de otra que hablar de “las feminidades”, porque cada mujer individualmente constituye y se vive a sí misma desde una feminidad personal que está hecha a la medida de sus propias expectativas y opiniones que mantiene acerca de ella.

Cada cabeza, un mundo. Cada mujer, una feminidad. Cada hombre también, una masculinidad.


Por eso frecuentemente decimos o escuchamos decir que las relaciones interpersonales son la cosa más complicada: cuando hablamos de feminidades o masculinidades nos estamos refiriendo a la manera específica en que una persona se relaciona consigo misma y con los demás. Si esperamos que una persona determinada se comporte dentro de la relación con nosotros según los estereotipos y juicios generalizados que supuestamente explican el modo de ser de “todos los hombres” o de “todas las mujeres”, iremos recorriendo un accidentado camino de conflictos y desencuentros que conducirá inevitablemente al fin de la relación.

O sea, si en la relación con una mujer nos basamos en cómo “las mujeres en conjunto debieran de ser, pensar y comportarse” para saber cómo tratarle, esa estrategia va a ser catastrófica para la relación. Existen pocas mujeres que son en la práctica como la iglesia dice que ellas debieran ser, o como lo determinan las tradiciones culturales, o como los esteroeotipos, las telenovelas, y los medios de comunicación y publicidad las describen. Una mujer no es un concepto, una mujer es una persona diferenciada que gusta de ser tratada a partir de sus atributos individuales y no de prejuicios, generalizaciones o estereotipos.

Lo sé porque yo soy un hombre que a mi vez, gusto de ser tratado a partir de mis atributos individuales y no de prejuicios, generalizaciones o estereotipos. Y me siento ofendido cuando eso no ocurre.

Sin embargo, cada forma personal de feminidad se configura dentro de un contexto social que puede favorecer y apoyar unos aspectos de lo complejísimo que es ser mujer, y puede igualmente reprobar o estorbar la integración de algunos otros. Por ejemplo: en el típico escenario de México, nuestra sociedad apoya la idea de que una mujer se preocupa por tener hijos, se prepara para ser una buena esposa y lleva su abnegación familiar hasta el autosacrificio; al mismo tiempo, el mismo contexto no apoya a una mujer que se dirige hacia un proyecto profesional propio, que pueda tener quizá una sexualidad distinta a la heterosexualidad tradicional o que elija no conformar una familia. Desde la noción tradicional, entendemos lo que es ser mujer como un estado permanente de ser para los demás; es decir, la mujer debe volcarse al cien por cien en beneficio de su esposo, de sus hijos, de sus padres ancianos y a veces también de sus hermanos. A su alrededor, ella podría estar conviviendo con multitud de figuras masculinas a
las que sí se les permite ser egoístas, en un escenario social donde ese mismo egoísmo se le está moralmente prohibido.

Y no se trata de que ser egoísta sea malo, pero ciertamente no funciona para la convivencia cuando todos se lo permiten, excepto una o dos personas. O todos coludos, o todos rabones, diría mi abuelita. El estado óptimo de la generosi: d debería partir de un balance entre mis actos de egoísmo que me nutren como individuo autónomo, y mis actos de entrega hacia los demás que me vinculan con ellos y les hace manifiesto mi interés por su bienestar.

No está padre el que presionemos a una persona a que se preocupe por uno a expensas de su propia fatiga, de sus proyectos personales o, en general, de su propia satisfacción personal. Lamentablemente, eso es una exigencia que habitualmente se impone en México a las mujeres. Esa es una cara de la moneda, la otra es que (poco más de) la mitad de la población mundial no solamente está obligada a servir a los demás por el solo hecho de ser mujer, sino que además se les niega su autonomía como seres individuales con un proyecto y una expectativa propias: cuando es niña debe pedir permiso a su padre para alcanzar un objetivo, cuando es adulta debe pedir permiso a su esposo en el mismo sentido. Son muchos los contextos sociales donde a la mujer se la quiere enseñar de qué va la vida porque se entiende que por ser fémina, es inocente, crédula e ignorante.

Por eso desconcierta tanto encontrar las cada vez más mujeres directoras, ejecutivas o intelectuales. Hay que aceptarlo: no es nada frecuente ver hombres pidiendo permiso a sus esposas para hacer lo que quieren hacer; el hombre que pide permiso, es ridiculizado por los demás hombres (y también por muchas mujeres) por no “saber ser la autoridad en su casa”. Porque cuando hay un hombre en casa, la mujer (mujer como un concepto generalizado y abstracto) debe ceder todo liderazgo y depositarlo en el marido, aunque por sus rasgos individuales pudiera ella tener mayor eficiencia como autoridad.

Este entendimiento cultural de la mujer, le impone un lugar en la familia donde cumple el rol, en otros tiempos inalienable, de esposa y madre.

Hoy la actual crisis económica relacionada con los altos costos de insumos para la vida, el adelgazamiento de los programas sociales de amplia cobertura, la privatización y la pérdida de calidad óptima en los servicios estatales, han obligado a que el entorno privado de las familias afronte los retos sociales que atañen a las grandes ciudades o los países desarrollados. No hay dinero, el ingreso que el hombre proveedor traía a casa al final de su jornada laboral, ya no alcanza para él, ella y los hijos (y en algunos casos los abuelos y tíos que cohabitan bajo un mismo techo); por eso, cada vez más mujeres se vean obligadas a buscar una ocupación remunerada, pese a los cánones de género que determinan que “por ser mujer debería dedicarse exclusivamente a ser madre y esposa”.

Sin embargo la mujer que sale de casa a trabajar, regresa en la noche para hacer las labores de madre y esposa que quedaron pendientes, porque nada la exime de las “obligaciones” que la cultura ha determinado que le corresponden. Termina la jornada laboral y el esposo no ha cocinado, ni ha atendido las labores domésticas, porque esa es responsabilidad de ella, aunque al final del día termine tan cansada como él. ¿En qué escenario o universo paralelo sería justa una desigualdad así?

Generalmente, la mujer que trabaja por elección personal u obligación económica no deja de realizar las tareas domésticas, o encargarse del cuidado de sus hijos, hijas y de las personas adultas mayores. Las mujeres en un momento dado, no necesitan que se les recuerde lo que se espera de ellas, porque ya se les ha venido insistiendo al respecto desde que eran niñas: han aprendido que serán valoradas si cuidan con abnegación de alguien o si se sacrifican por alguien, llegado el momento se culparán a sí mismas si no cumplen con estas directrices  que se les ha tatuado en lo más profundo de su autoconcepto.

Lo mismo va a ocurrir con el hombre que no cumple con la expectativa del “hombre proveedor y protector”; el hombre que no protege y que no tiene suficiente dinero para dar, no es lo bastante hombre y no puede permitirse sentirse satisfecho de sí mismo. Así planteado, se nota que nuestra sociedad le ha asignado a unos y a otras un lugar y un papel en nuestra sociedad; es una manera de preservar el status quo a favor del sistema social y en perjuicio de los proyectos de vida individuales.

En relación a las mujeres, el reto de hoy implica reconocer la tremenda sobrecarga de trabajo que ellas deben afrontar y redefinir lo que eran antes “responsabilidades inalienables de la mujer”, como tareas de interés colectivo y responsabilidad colectiva. Urge promover un reparto más equitativo de las tareas y responsabilidades para que mujeres y niñas no se vean forzadas a rezagarse social, cultural ni económicamente.

En toda ocasión que yo le privo de oportunidades para su desarrollo a otra persona, me convierto en alguien violento, sin importar que esa violencia sea socialmente aceptada o que se asuma que “es algo correcto porque siempre se han hecho las cosas de ese modo”; y me cuesta aceptar que haya alguien que quiera verse a sí mismo o a sí misma como una persona violenta.

Vale puntualizar que estas líneas están escritas por un hombre que mira la situación de las mujeres desde la cómoda trinchera de quien mira a la mujer de lejos; muy probablemente otro sería el énfasis o las palabras que emplearía si yo fuera una mujer.

Sin embargo no estoy fuera del problema; como hombre vivo tanto en riesgo de ejercer la violencia de género, como de colaborar en la normalización de estas injusticias. Además, en toda ocasión en la que afirmo que que las mujeres sirven solamente para estar en la cocina, estoy dando pie a que alguien mas diga que los hombres solamente pensamos en sexo... La violencia de género atañe a hombres y a mujeres, y no puede ser ejercida sin que quien victimiza en un momento dado, sea posteriormente la víctima de alguien más.

En este sentido, y con objeto de prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, además de garantizar su acceso a una vida libre de agresión para su desarrollo y bienestar, se decretó la “Ley de acceso de las mujeres a una vida libre de violencia”, que entró en vigor el 2 de febrero del 2007. La nueva norma señala que las autoridades podrán emitir órdenes de protección de emergencia, preventivas y de naturaleza civil que permiten sacar al agresor del domicilio donde habite la víctima, retención de algún arma empleada para amenazar o agredir, suspensión temporal de visitas a sus descendientes y embargo preventivo de sus bienes para garantizar las obligaciones alimentarias .

Esta ley surge en un contexto social donde a 30 años de lograda la igualdad jurídica entre géneros, la equidad sigue siendo una asignatura pendiente;  hoy en México al menos una de cada tres mujeres de la zona metropolitana sufre algún tipo de violencia, además de que han sido asesinadas por cuestiones de género más de mil 200 mujeres incluyendo niñas .

A un año de entrada en vigor, 18 entidades federativas aprobaron una legislación estatal en la materia: Chihuahua, Campeche, Sinaloa, San Luis Potosí, Tamaulipas, Chiapas, Nuevo León, Sonora, Aguascalientes, Puebla, Quintana Roo, Morelos, Tlaxcala, Distrito Federal, Durango, Guerrero, Hidalgo y Veracruz . Sin embargo, todavía hay entidades, como Guanajuato, que se resisten a conceder relevancia a una ley como ésta dado que, según consideran, sólo favorece a un sector de la población .

Como una consecuencia de la ausencia de leyes a favor de las mujeres como parte integral de la población, para agosto del 2010, en Guanajuato hay tan solo 166 mujeres encarceladas o a punto ir a prisión por abortar y acusadas del delito de “homicidio por razones de parentesco”. Ellas habitan en zonas de extrema pobreza en Guanajuato, con escaso acceso a educación básica y a servicios de salud; se trata de mujeres que no saben leer ni escribir y que trabajaban en el campo arreando animales antes de ser encarceladas por las autoridades del gobierno guanajuatense.

Esta falta de sensibilización, en realidad extendida en diferentes magnitudes por todo el territorio nacional, llevó a Amnistía Internacional en enero del 2009 a exponer que los avances por parte de la mayoría de los gobiernos estatales para poner en práctica medidas que mejoren el acceso a la justicia y la seguridad de la Ley han sido muy limitados y hasta nulos. En efecto, con todo y que es una norma tan específica, familias mexicanas continúan siendo violentadas por causa de feminicidios, tráfico sexual de mujeres, tortura, privación de la libertad, y demás ejemplos de que en todas partes se reproduce la violencia de género; está atomizada, es silenciosa y no tiene barreras sociales porque en México forma parte de la normalidad social .

Y es que se considera que el ámbito de la mujer se encuentra en el hogar, seno de la familia, donde está más allá de lo socialmente visible y a merced de los estereotipos de género que pueden convertirla en víctima de su pareja conyugal, la familia extensa y en algunas ocasiones incluso de sus propios hijos.

Por eso es necesario el planteo de una nueva articulación entre los espacios de lo privado y lo público, porque la familia no es ajena a las relaciones de poder ni está, en realidad, separada del ámbito político. Eso implica una transformación radical de la estructura familiar y una mayor participación de las mujeres en la vida pública, porque sólo en la modificación de las prácticas sociales pueden resignificarse los discursos de la subordinación y elaboraremos nuevas categorías y valores que legitimen para ellas prácticas más igualitarias y democráticas.

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