Es muy probable que hayas alguna vez escuchado un chiste, de entre los tantos que se cuentan con desenfado en las fiestas familiares y reuniones de trabajo, que habla de cómo un hijo llega tímidamente con su padre y le dice: “Papa, soy gay”, a lo que el padre responde con una serie de cuestionamientos acerca de si el chamaco en cuestión tiene un departamento en la Condesa, un auto BMW o estudios hechos en alguna universidad de muy elevado prestigio. Ante las sucesivas negativas del hijo, quien estudió en una universidad pública, viaja en metro a dondequiera que va y vive con sus padres en un departamento de interés social, el padre concluye tajantemente que su confundido retoño definitivamente no es gay, sino un homosexual ordinario.
Hasta hace algunos años, ser gay era socialmente visto como una sofisticación de lo homosexual, una moda frívola que trataba de abordar con eufemismos todo lo relacionado con una sexualidad disidente; percepción que aparecía en los chistes, en los medios de comunicación y donde fuera que el tema saliera a flote. Quién se decía gay, entonces, adquiría la obligación de ser tan sofisticado y socialmente exitoso como la misma palabra lo era; y, como en el chiste líneas arriba, si no eras suficientemente “gay”, según el estereotipo, no tenías posibilidad de dejar de ser un simple homosexual.
Hoy, ser gay aún involucra la posibilidad de ser todo lo anterior, pero no exclusivamente. De hecho, sucede que actualmente puedes ser homosexual, pero jamás considerarte gay; ¿qué es ser gay, entonces?