Cuéntame un cuento... sin sangre

“...y entonces, su mamá advirtió a Caperucita: toma el camino largo y no te detengas para que llegues antes de oscurecer, evita el camino corto porque ahí acecha el lobo feroz, y si te encuentra te va a comer y no volveremos a verte…”
I.

De manera muy desenfadada podríamos hablar de dos momentos históricos para los cuentos de hadas: uno marcado por la creatividad de Charles Perrault y los hermanos Grimm, y otro que se define por la narrativa moderna de Walt Disney.

En el primer momento, los cuentos para niños estaban plagados de escenas de horror, muerte y sangre al más puro estilo de Quentin Tarantino; y posteriormente ya no, gracias al toque de Disney. A los niños de la actualidad les horrorizaría saber que en un principio la sirenita no solo pierde su voz, sino que el príncipe nunca la pela y ella termina sola y disolviéndose en espuma sobre las olas del mar.


Y ni qué decir de la Bella y la Bestia, Rapunzel o la pequeña vendedora de cerillas.

Generaciones después del nacimiento de Perrault, los cuentos infantiles se han hecho menos urgentes y cada vez más entretenidos; nuestro contexto social los ha banalizado. En tiempos del pequeño Charles, estas narraciones explicaban los peligros del mundo y los límites físicos que jamás debías atravesar: nunca te internes en el bosque, no te salgas de los caminos, témele a la noche… porque si el lobo aparece a todos nos comerá.

Contarle un cuento a un niño, era impartirle veladamente una enseñanza de vida.

Hoy los cuentos sirven en primera instancia para entretener, y de forma secundaria para impartir enseñanzas de carácter moral y social: pórtate bien, respeta a tus mayores, sé una buena niña. Ya no es necesario enseñar que un niño prudente no debe irse con un extraño, o que la noche encierra peligros insondables porque el albedrío de un niño ya no le alcanza para tomar ese tipo de decisiones. Al menos no en las grandes ciudades.

Así, la importancia de los cuentos y la narrativa popular se ha desdibujado. Hay adultos que hoy no se saben ningún cuento, y hay niños que para contarte alguno necesitan platicarte la sinopsis de una película.

Pero la realidad que compartimos es, fue y será una construcción lingüística, y eso es inalienable de la cotidianidad humana. No hay opción, necesitamos contarnos historias porque a través de ellas entendemos el mundo que nos rodea y construimos esta ilusión de seguridad que tanta estabilidad nos da. Entonces, si ya no nos contamos cuentos y fábulas, ¿qué nos contamos?

II.

Llegamos a casa, fatigados y con la lengua de corbata nos dirigimos a la estancia para prender el televisor y le subimos todo el volumen a Joaquín López Dóriga para que nos anuncie las noticias del día: 9 descabezados, un narcotraficante, 5 secuestros, 15 robos y el asalto a mano armada de rigor. Las peripecias del hambriento lobo feroz merendándose a la abuelita, de repente ya no parecen tan terribles.

Los cuentos de hadas  poseen un elemento narrativo que moviliza nuestras emociones para que, desde la metáfora, generen un aprendizaje que nos sea significativo; y la realidad es que tan útiles eran para los niños como para los adultos, si bien a los primeros les aprovechan más porque son el primer contacto que tienen con las dinámicas del mundo. Todas y todos somos contadores de historias, todas y todos sentimos placer cuando nos cuentan un buen cuento que esté bien armado, que sea emotivo y que tenga algo que ver con nosotros.

Imagina al noticiero de las ocho anunciando que en un país muy, muy lejano un príncipe itinerante se encontró una gran muralla envuelta en hiedra detrás de la cual una hermosa mujer yacía dormida al igual que todos sus súbditos. En los días sin Internet ni telégrafo este cuento era una noticia y así era asumida. Sorprendía, entretenía y aportaba información para explicarnos el mundo.

Ahora, ubica al noticiero de ayer y la nota que daban, algo como: en un barrio muy, muy lejano la policía federal en un operativo de vigilancia localizó una casa de seguridad con una familia con cinco integrantes retenidos en contra de su voluntad… y así. Revisa tus emociones. Checa cómo ante la mención de ciertas palabras como “secuestro” o “ejecución” algo dentro de ti se alborota y persiste; para empezar, llámalo zozobra. Tal fuera el objetivo de los viejos cuentos: despertarte algo emocional que te hiciera aprender de qué va la vida; pero los cuentos eran, pese a todo, cálidos y gentiles, cuidados para que al recibir un cuento, recibieras también una estrategia de vida.

Hoy las narrativas que niños y adultos enfrentamos, nos perturban emocionalmente y nos dejan secuelas que van acumulándose, y en la mayoría de ocasiones ¿qué estamos aprendiendo? Aprendemos que hay que tener miedo. Miedo de la calle, con sus peligros insondables, miedo del prójimo que no sabes si va a secuestrarte.

Se dice que el “trauma vicario” es un tipo de psicotrauma o herida emocional grave que surge con la escucha de relatos horrorosos de manera sostenida. No necesitas vivir un asalto a mano armada para quedar traumatizado o traumatizada con ello, basta con que te cuenten bien como pasó y si se puede, que te proporcionen fotos, audios y video. Hoy, la persona que consume las historias que nuestra sociedad nos cuenta, está traumatizada por cada asalto, cada secuestro y cada violación que no ha vivido en carne propia, y vivimos con las consecuencias emocionales, sociales y fisiológicas de padecer un traumatismo psicológico de esta magnitud.

Vemos las noticias porque necesitamos consumir historias; pero los cuentos de hadas nos decían lo que debíamos hacer para estar bien; las noticias de ejecuciones y secuestros sólo nos enseñan a tener miedo y a vivir desesperanzados...

¿Qué tal si mejor apagamos el televisor y nos contamos un cuento?