La necesidad de vincularnos

Los seres humanos pasamos la mayor parte de nuestras vidas buscando pertenecer a algo, desde complejas religiones con las cuales identificarnos, hasta una empresa donde trabajar, una familia o una pareja con la cual caminar por la vida. Ya se trate de grandes sistemas sociales o pequeños, a las personas no nos gusta quedar aisladas, porque somos animales sociales que en épocas muy tempranas descubrimos que nuestra sobrevivencia está en los números.

Y así como fue al principio de los tiempos, lo sigue siendo hoy en día en la vida de cada uno de nosotros y nosotras: queremos pertenecer. Buscamos incorporarnos a la vida de los demás y recíprocamente, incorporar a los demás a nuestra vida volviéndonos mutuamente significativos. A eso le llamamos “relaciones”, y cotidianamente solemos afirmar que no hay cosa más complicada que eso.


¿Qué es lo que vuelve complejas las relaciones interpersonales?


Revisando la historia de humanidad, encontramos docenas de casos bien documentados, que nos hablan de hombres y mujeres que en el aislamiento del desierto, la montaña o una isla desierta donde por azar naufragaron, viven al borde de la locura por no tener a nadie más con quién hablar o relacionarse. Sin otra persona cerca, la cordura del ser humano flaquea y la mente se vuelve febril e inventa fantasmas, prójimos imaginarios con quienes la consciencia puede resguardar parte de la precaria sanidad que le queda. Así, en el aislamiento nos inventamos compañía para no tener que afrontar la existencia en soledad.

En la película de Náufrago, vimos al personaje de Tom Hanks sostener una enternecedora relación con un balón de baloncesto llamado Willson. En la vida real abrazamos nuestros teléfonos inteligentes o nuestras computadoras de escritorio para construirnos la ilusión de estar acompañados.

Así de imperativo y natural es el relacionarnos con los demás, pero hemos olvidado cómo hacerlo. En la existencia de los seres humanos, siempre ha sido más sencillo conectarse entre sí que no hacerlo, y sin embargo, tanto somos escépticos de que la gente nos encuentre interesantes, como nosotros y nosotras mismas miramos a los demás con sobrada suspicacia. Le tememos al prójimo, y preferimos padecer de las consecuencias del aislamiento que hacer el esfuerzo, en realidad mínimo, de conectar con él.

Consecuencias del aislamiento: pensemos en depresión, ansiedad generalizada, baja autoestima o hacernos los mejores amigos de una pelota de golf a la que llamaremos Willbur. Claro, si Tom Hanks pudo, ¿nosotros por qué no?

Para quien le interese recordar cómo hacer amigos o como aproximarse a alguien para iniciar una bonita relación romántica, busque simplemente en las cercanías a un niño y encontrará la respuesta. Las niñas y los niños todavía se acuerdan; ya nosotros los adultos, les iremos enseñando a olvidar cómo se hacía. Cuando un niño siente simpatía por otro, se aproxima y con lenguaje no verbal le hace saber al futuro amiguito que le ha llamado la atención. El niño de manera natural no va a conjeturar si será rechazado, malinterpretado o desdeñado, el solo se aproxima, saluda y sonríe. Lo que prosigue es que se pongan a jugar, y ya te imaginarás como continua la historia.

El afecto o el amor es la materia con la que se construyen los vínculos significativos entre las personas. Cuando somos niños lo hacemos sin tanto problema porque aún no nos hemos comprado esos prejuicios que de adultos van a limitarnos tanto. El afecto o el amor, básicamente la misma cosa, aparecen cuando nos sentimos conectados con otra persona y a partir de las similitudes en gustos, carácter o personalidad entre los dos. Por eso se dice que cuando alguien te resulta simpática o simpático, hay una alta probabilidad de que esa emoción sea recíproca; porque las similitudes serán perceptibles en ambas direcciones.

Pero ¿qué pasa cuando equivocadamente he alimentado más a mis miedos y prejuicios que a mi habilidad para desarrollar amor o afecto? Pasa que seré incapaz de establecer vínculos significativos y saludables con las demás personas. Y en la urgencia por establecer un vínculo a como dé lugar, voy a recurrir a emociones no tan virtuosas para construir una relación, o léase: para sentirme involucrado en la vida de la otra persona.

Ya lo dijo Jorge Bucay en alguno de sus libros: si no me creo capaz de lograr que me ames, buscaré que me tengas lástima. Porque ya ves, uno aquí buscando ser amado, procurando que me prestes atención, escribiendo artículos bonitos que tú al final ni les, y ¿para qué?, para que no me peles y te vayas a otro blog de ciencia y tecnología que ni se preocupa por ti ni por tu inteligencia emocional. Y uno aquí, no más, arrumbado en este oscuro y húmedo rinconcito del ciber – espacio.

Cuando no nos sentimos capaces de establecer vínculos a través del afecto o el amor, recurrimos a la lástima para ser significativos para los demás. Y prosigue Bucay: si no consigo que me ames y además tampoco logro que me tengas lástima, procuraré que me odies. Finalmente a quién odiamos, lo traemos entre ceja y ceja; y no es un vínculo muy aceptable, pero es un vínculo. Sin embargo, y por si fuera poco, si no consigo que me ames, ni que me tengas lástima, o que tengas a bien odiarme, entonces voy a buscar que me tengas miedo. Porque lo que sea lo prefiero más que tu indiferencia.

Adivina esta canción: “ódiame por piedad yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia; odio quiero más que indiferencia, por que el rencor quiere menos que el olvido”.

Por eso son complicadas las relaciones interpersonales… corrijo, por eso volvemos tan complicadas las relaciones interpersonales. Nos esforzamos tanto por hacer algo que se nos da de manera natural, que sofisticamos innecesariamente lo más sencillo. Al final, las únicas relaciones que nos acompañarán toda la vida son las que construimos sobre el amor o el afecto; las demás no van a resistir el paso del tiempo.

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