Llegado tu turno, tomas el revólver de la mesa y lo levantas, comprobando cuán frío y pesado te resulta. Tu mirada no puede apartarse del cañón que lentamente vas aproximando hacia ti, ascendiendo por tu pecho con los dedos de tu mano crispados alrededor de la empuñadura. Mecánicamente te ves poner el índice sobre el barril del arma con sus cámaras vacías, salvo por una bala. Lo haces girar con energía, y éste, obediente, da varias vueltas antes de detenerse tras un último clic y quedar listo.
El revólver se vuelve más pesado, o así te lo parece, mientras lo acercas a tu boca que se va abriendo cansinamente. Luego, a lo largo de un segundo que dura eternidades, jalas del gatillo con el filo del cañón cosquillando tu paladar. Un resorte se libera, oyes un chasquido que martillea en tu mente con un eco que jamás conseguirás olvidar, se hace una pausa que pervive eternidades. Y no pasa nada, esta vez no te pasó nada.
El revólver se vuelve más pesado, o así te lo parece, mientras lo acercas a tu boca que se va abriendo cansinamente. Luego, a lo largo de un segundo que dura eternidades, jalas del gatillo con el filo del cañón cosquillando tu paladar. Un resorte se libera, oyes un chasquido que martillea en tu mente con un eco que jamás conseguirás olvidar, se hace una pausa que pervive eternidades. Y no pasa nada, esta vez no te pasó nada.
Y hasta ahí llega mi parco intento literario; porque ahora que lo pienso, mi intención era hablarte un poco sobre el VIH.