Vivir para trabajar

que la muerte pierda su asquerosa puntualidad
que cuando el corazón se salga del pecho
pueda encontrar el camino de regreso
que la muerte pierda su asquerosa
y brutal puntualidad
pero si llega puntual no nos agarre
muertos de vergüenza
Mario Benedetti, poeta (1920 - 2009)

Probablemente todo inició al comienzo del tiempo, cuando dios “condenó” a hombre y mujer a trabajar para ganarse el pan que les da sustento; al menos según el mito judeocristiano. De ahí en adelante pareciera que incluso hoy en día, todavía miramos el trabajo diario como un castigo inevitable; algo a lo cual resignarnos. Basta que paremos tantito la oreja a media calle, en una banqueta concurrida, para escuchar los comentarios de los transeúntes camino a sus oficinas y entender sin mucha complejidad la opinión que ellos y ellas tienen de su chamba*: “pues voy al trabajo, ya que”, “yo aquí, haciendo como que trabajo para que ellos hagan como que me pagan”, “ya merito es fin de semana”, etcétera.

Y efectivamente navegamos cada semana anhelando el fin. El lunes es el comienzo de nuestra tortura, el martes la consumación; el miércoles es un respiro que se interrumpe cuando el jueves trae su pinta de “y cuando despertó, su trabajo seguía ahí”. El viernes sabe rico porque la jornada semanal ya va amainando, pero no se puede cantar victoria sino hasta que ese día termina y triunfalmente podemos declararnos en sábado. Entonces nos regodeamos alegremente del placer sabatino; pero cuando acaba, el agridulce domingo nos dice que el fin de semana está a un tris de terminar. Y luego de nuevo es lunes y el círculo sin escapatoria da otra lenta vuelta más.