Cuentan que en un reino lejano, muy lejano, se organizó un concurso de talar árboles y muchos leñadores con experiencia se apuntaron para participar.
Cuando dieron el banderazo de salida que daba inicio al certamen, todos los participantes corrieron hacia su árbol designado, y arremetió cada cual contra el suyo, hacha en mano y determinación en la mirada.

Había sin embargo, un leñador que no tuvo tanta prisa, y en cambio, ocupó parte de su valioso tiempo para afilar su hacha ante el desconcierto de los aficionados, los otros concursantes, y de Willy, el inocente árbol que le tocó derribar y que, habiendo tenido una vida feliz, meciendo sus ramas al ritmo del viento, veía ahora muy cercano el final de sus días.
Conforme la competencia avanzaba, cada participante descubrió que la tarea era más complicada de lo esperado, pues los árboles aguantaban con resiliencia mientras las hachas se empezaban a mellar y los músculos de los leñadores, a fatigar.