En una dimensión paralela, a miles de galaxias de la nuestra, hay un dios que por inventarse algún hobbie, creó un cielo y una tierra con su respectivo Paraíso para lo que se pudiera a ofrecer. Ahí, siguiendo la costumbre de cualquier génesis que se precie de serlo, colocó al Adán y a la Eva de turno.

La polémica entonces se desata: que si no era Eva, que se llamaba Lilith, que si el simio, que la costilla, y Darwin qué se yo; eso nada más sirve para complicar la historia.
Saltémosnoslo.
Ocurrió que ese dios dejó a Adán y a Eva pulular a sus anchas por el Paraíso, sin mediar en la bonita experiencia más que con una simple regla: de ese Árbol del Conocimiento, les dijo, si… de ese que está en el centro del Paraíso, abajo de los reflectores y con bonitos listones de colores que le hacen resaltar 24 horas al día, de ese que tiene unas jugosas manzanas bien sabrosísimas que a kilómetros se nota que serían un tremendo manjar de sólo darles una pequeña mordida, de ese pues, no habéis jamás de comer.