Los rostros del VIH

Hoy el SIDA ha dejado de ser el escalofriante fantasma  que acechaba en la oscuridad de nuestras sábanas (o la del hotel, el asiento trasero del auto o los cuartos oscuros, ya sabes), paulatinamente ha ido perdiendo su rostro demacrado y afectado por la lipodistrofia, atacado por el sarcoma y muerto, finalmente muerto. Hoy tenemos tratamientos y medicamentos que no son tan agresivos como lo fueron en los años ochenta, cuando la enfermedad debutó en nuestra sociedad dictando una sentencia segura para la mayoría de quienes se infectaron con el virus; hoy sabemos que vivir con VIH no implica necesariamente estar enfermo, y mucho menos que vas a morirte pasado mañana.

Nos habíamos habituado a tener miedo y como una reacción natural del ser humano, trivializamos el origen de nuestra ansiedad para conseguir respirar tranquilos. A nadie le gusta vivir con miedo. La consecuencia fue que progresivamente le hemos restado importancia al riesgo que para la vida tiene el SIDA, y seamos puntuales: no para la cantidad, sino para la calidad de vida.

Los laboratorios de investigación científica se han encargado de que una mujer u hombre que padecen cáncer, hepatitis, SIDA o alguna de entre muchas otras enfermedades, puedan alcanzar una buena expectativa de vida; en lo mismo contribuyen instituciones de varios tipos que, con programas y planes de salud pública, proporcionan todo lo necesario para que el paciente se estabilice y sobreviva. Eso está bien; estupendo, comparado con lo poco que teníamos antes. Y con noticias como esta, también la actitud de la gente está cambiando.

No es, necesariamente, que la sociedad mexicana sepa más que antes acerca del VIH, pero una cosa si tenemos muy en claro todos: no está padre discriminar a alguien porque vive con un padecimiento determinado, o porque vive infectado de algo que no puede transmitirse por mecanismos más cotidianos, como el virus del SIDA. A las personas, actualmente nos da pena que nos cachen discriminando en público, por eso, al menos a veces nos guardamos nuestras actitudes negativas para lo privado, cuando casi nadie nos escucha. Con esta situación de lo políticamente correcto, ya no da “tanta” pena salir de casa para hacer cola en una clínica de salud y solicitar tu dotación mensual de antirretrovirales; la creciente aceptación social, ya sea genuina o solo aparente, permite que cuando vives como portador del VIH puedas asimilar con “más facilidad” esa condición en tu vida.