Las telenovelas son un fenómeno profundamente arraigado a la cultura pop mexicana, y de acá, al mundo. Desde Verónica Castro hasta Thalía, pasando por quien quiera que haya dicho “maldita lisiada”, estas producciones televisivas han abonado un sinfín de elementos que hemos incorporado a nuestra identidad colectiva, encontrando en este universo de simbolismos harto regocijo y un sólido vínculo con nuestra gente y con nuestros espacios más familiares.

Aunque no tuviésemos la asiduidad de ver novelas en la tele, cualquier referente a ellas nos lleva de vuelta a casa, evocando sabores a apapacho, sopita caliente y tribu.
Gente un poco más analítica que uno, mira en las telenovelas un característico estilo propio: una narrativa que marca la evolución de un / una protagonista que suele ser la versión extendida de la tragedia de Cenicienta, la que al estilo de María la del Barrio, debe aguantar sucesivos desencantos hasta que finalmente se resuelva su destino, en gran parte por la suerte y en parte también por la gracia de alguien más que les rescata del foso para llevarle hacia la luz.