Breve reflexión acerca de la mentira

Hace unos días, una buena amiga conversaba conmigo acerca de que entre los antiguos judíos, la verdad de las palabras que alguien expresaba estaba implícita en la confianza. En ese escenario semita, uno podía creer en lo que escuchaba por el simple hecho de que el otro se hacía responsable de las palabras salidas de sus labios, porque la mentira a primera instancia ponía en juego el vínculo entre el interlocutor y la persona, y les afectaba a ambos, y les hería a ambos.

Pero los tiempos modernos son muy distintos a los que se vivían hace miles de años, y ahora lo verdadero es lo que es comprobable, y uno no es inocente hasta que es demostrado lo contrario. ¿Por qué tanta desconfianza?

En nuestro mundo las mentiras piadosas son una licencia que a veces la verdad se toma para no herir al otro; las mentirillas blancas corresponden a travesuras que no lastiman a nadie y que se olvidan en poco tiempo. Teóricamente.


Para la corriente filosófica llamada “postestructuralismo”, la realidad corresponde al lenguaje: a lo que la gente dice. Pero no porque lo que decimos sea determinado por el modo en que son las cosas, sino al contrario, que lo que decimos determina cómo son: el lenguaje estructura la realidad. En otras palabras, la realidad que nos envuelve es percibida por nosotros según cómo la describimos y según la describen aquellos con quienes hablamos mediante el lenguaje.

Físicamente se trata del mismo vaso, pero para uno está medio lleno y para otro está medio vacío. De sutilezas como ésta depende el modo en que vemos al universo.

Pero siendo realistas, los humanos mentimos con cierta asiduidad; a veces por hábito. Yo miento, tú mientes e incluso los animales mienten. Se trata de una cuestión de sobrevivencia, ya en un contexto salvaje, ya en uno social. Pero lejos de afirmar que la mentira es algo positivo, sí puedo decir que en ocasiones es necesaria. ¿Qué ocasiones?, bueno, eso ya depende del criterio y la mesura de cada quien. El mismo quien que además habrá de ser confrontado por las consecuencias de su mentira.

Un escenario común para la mentira suele ser el científico, en el que el investigador establece una hipótesis y recaba datos que luego, mediante cien malabares silogísticos, habrá de ajustar para que encajen dentro de su planteamiento inicial. Los que no entren serán catalogados como excepciones poco significativas para la regla, y así una nueva ley ve la luz del debate científico.

No toda la ciencia se basa en mentiras, evidentemente, pero el engaño, aún sin dolo, a veces parido por un exceso de entusiasmo, suele ser recurrente. Los científicos son susceptibles de engañarse a sí mismos ajustando la realidad a sus hipótesis, y engañar consecuentemente a los otros; porque, a última instancia, la mentira sirve para modificar la realidad.

Particularmente la realidad que no nos agrada. En el terreno de lo cotidiano la mentira es todavía más recurrente; a veces las personas echamos mano de ella para modificar la imagen de lo que somos, esencialmente cambiando el modo en que nos describimos. Más cotidiano de lo que llegamos a concebir, nos hacemos ver como personas de mayor distinción para impresionar infaliblemente al que es o la que es objeto de nuestro afecto; nos presentamos más profesionales para obtener mejores empleos; más amenazadores para evitar alguna trifulca que vemos llegar.

Probablemente un exceso sea el momento en el que la mentira irrumpe y se instala en las relaciones cercanas que mantenemos con los otros; amigos, familia, relaciones que en teoría debieran ser el santuario donde podemos romper nuestra defensa y descansar de las presiones sociales que nos requieren mentir. No hay un lugar como este en el que quede más claro que la mentira pone en riesgo el vínculo entre dos personas.

Puede suceder que lo que percibimos ser, no forme parte de una realidad que nos guste particularmente, y por eso hagamos una descripción de nosotros, para los demás, que no se ajuste a lo que en verdad somos. Un engaño. A veces esta mentira se prolonga más allá del momento en que la relación inicia, más allá del tiempo de la primera impresión, y permitimos que la relación completa se sustente en algo falso. Sucede mucho con las llamadas caretas, las poses y actitudes parecidas, que dan una imagen falsa de nosotros y ponen en juego, por no decir en riesgo, la relación a la que estábamos apostándole.

Cuando la otra persona se da cuenta que ha establecido una relación con alguien que no es lo que conocía, siente desconcierto y frecuentemente decide partir.

Y en ocasiones necesitamos que los otros nos mientan, que nos digan que somos de una manera en la que no creemos ser. Les proyectamos una imagen falsa para que nos devuelvan una descripción más cercana a lo que querríamos ser, que a lo que en realidad somos. Es la situación que se asocia al estereotipo del bravucón o el sabelotodo, que cada tanto aprovechan la oportunidad para reforzar la imagen que desean proyectar de sí, aún cuando sin enterarse, vayan forjando una dinámica que irónicamente los distancia de la gente.

El sabelotodo, particularmente, no tiene empacho en fingir contar con respuestas que no tiene; dice las cosas sin medir la consecuencia, dado que su principal interés es demostrar “una vez más” que es él quien sabe. Contradice a los otros con suficiencia e inventa hechos que suenan bien, ganando prestigio a partir de sus aseveraciones falsas que son aceptadas en lugar de las que son ciertas. De este modo moldea inintencionadamente el modo en que sus interlocutores perciben el mundo a partir de la mentira.

El sabelotodo, quien miente sistemáticamente para mantener su estatus, sabe para su coleto que lo que ven los demás en él es falso, pero puede resistir calladamente la incongruencia mientras se sienta aceptado por ellos. Lamentablemente para él, en su búsqueda por aparecer como quien guarda y mantiene la verdad, entra en una dinámica de competición, dentro de la que le es menester desacreditar a sus amigos u otras personas que le son personalmente significativas, para conservar el anhelado prestigio. Tristemente, el engaño sostenido sienta una distancia entre él y la misma gente cuya aceptación busca.

El mentiroso sistemático vive condenado a no ser conocido por aquellos a los que quiere, a no establecer intimidad con nadie en tanto haga uso de la mentira como su vía de interacción. Las personas se vinculan con su careta y no con él; recuerdan sus narraciones, pero no su historia. Y finalmente, la mentira se vuelve en la defensa que es difícil de abandonar, pues para él siempre existirá la incredulidad frente a lo exitoso que su verdadera forma de ser pudiera resultar; la duda de que sin la mentira todavía podría conseguir ser agradable a los ojos de los otros.

El mentiroso queda tristemente cautivo en un calabozo del que él mismo guarda la llave.

¿Qué tanto es tantito?, diríamos aquí en México. La mejor manera de conocer cuándo la mentira raya en lo “demasiado” es cuando empezamos a sentir que el ocultar la verdad nos distancia de nuestra gente. Ese puede, probablemente, ser una alerta eficaz.

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