Contra el Sida, una buena calidad de vida

Carlos es un hombre que llegó un día a consulta, considerando que era ya tiempo de ver como andaba su infección por VIH. Me sorprendí mucho al verlo entrar: un tipo alto y atractivo, cercano a los cuarenta, de cuerpo extremadamente atlético, bronceado y de movimientos enérgicos. Llegó sonriendo, haciendo bromas como si la entrevista que habríamos de sostener fuese de lo más cotidiano, y con toda la tranquilidad del mundo, me contó su breve historia.

Sucede que él fue uno de aquellos hombres que se infectaron de VIH en la década de los ochenta, y entre orgías, fiestas y parrandas, un día, por la mañana, decidió hacerse la prueba de detección de anticuerpos al virus y ver como andaba la cosa. El resultado fue positivo. Ser seropositivo a los veinticinco años no era el sueño de su vida, pero no por vivir con el VIH iba Carlos a renunciar a sus proyectos que ya empezaban a materializarse.

Y cuenta que asimilarlo fue muy difícil. Pasó de una etapa de negación a la de enojo y por ahí a todas las fases que se viven a lo largo del duelo, pero paulatinamente fue descubriendo que, al menos en su caso, el VIH no tenía que ser el protagonista de su historia, porque el protagonista verdadero era Carlos; y así empezó a vivir.

Sin volver a negar su realidad como hombre que vivía con VIH, Carlos resolvió no construir su existencia en torno al virus, y su primera acción fue informarse; saber que era lo que sucedía si no se protegía en lo sucesivo y se reinfectaba, saber cuando eran necesarios los medicamentos antirretrovirales, y conocer sus posibilidades, en general. Resolvió que se medicaría a las primeras señales de deficiencia inmunológica, que se cuidaría al tener sexo para no reinfectarse y fortalecer al virus, y que haría lo que estuviese en sus manos para ser feliz.

Yo al ver al hombre que me contaba esta historia, contada un poco más per extenso que como yo se las platico en estas líneas, me quedó muy en claro que él lo había conseguido: sentado frente a mí, en mi consultorio, tenía a un hombre que era feliz. De los ochenta a la fecha había vivido su vida de manera especial, más enfocado en su bienestar de lo que se enfoca la gente común, y más consciente que los demás del estado de sus propias emociones. Se cuidó a sí mismo, dice, como cuidaría de alguien a quien amara tremendamente; se arriesgó como se arriesgaría cualquiera para conseguir sus proyectos, pero siempre hubo ciertas cosas que no eran negociables, como su tiempo para estar consigo mismo y con los suyos, como sus momentos de descanso y etcétera.

Finalmente, Carlos terminó platicándome que en su caso, el VIH cambió su vida de una forma en que él mismo jamás hubiera imaginado; aprendió a vivir para evitar morirse, adquirió una firme responsabilidad de sí y conoció los sabores, colores y esencias del mundo mediante toda la capacidad de sus sentidos. Estaba efectivamente más vivo que muchos que a su alrededor vivían sin la infección, y se sentía más feliz. Jamás me mencionó estar agradecido por haberse infectado, hubiera sido muy bizarro que así lo hiciera, pero sí insistió un par de veces en el orgullo que sentía por haber encontrado la manera de salir adelante.

Semanas después, Carlos regresó por los resultados de su prueba; serológicamente era positivo como podía esperarse, dado que el VIH no desaparece del sistema sino que, como resultó ser el caso de Carlos, llega en las mejores situaciones a un nivel indetectable entre las células de la sangre y hace innecesario el tratamiento con medicamentos antirretrovirales.

Se dice que hay personas que toleran mejor que los demás la infección al VIH y que pueden jamás llegar a desarrollar enfermedad ninguna asociada con este virus. Se dice que es debido a su genética privilegiada, a una cuestión cromosomática y etcétera, etcétera. Con Carlos dudo que haya sido así.

Cuando una mujer o un hombre vive con la infección del virus, el estilo de vida es fundamental para protegerse del SIDA: el VIH afecta directamente las células blancas de la sangre, las que corresponden al sistema inmunológico, y lo deterioran. Cuando las defensas quedan tan bajas, las enfermedades oportunistas llegan y hacen su agosto sobre la salud de la persona. Paralelamente, cuando nosotros estamos muy contentos y reímos, cuando bailamos o hacemos ejercicio y cuando, básicamente, estamos muy a nuestro gusto, el organismo secreta unas hormonas de nombre: endorfinas. Las endorfinas afectan inmediata y positivamente la producción de células del sistema inmunológico, fortaleciéndolo y protegiéndonos de las enfermedades.

Lo que Carlos hizo al vivir monitoreando el bienestar de sus emociones, haciendo ejercicio y buscando sentirse a gusto con él mismo, fue precisamente fortalecer su sistema inmunológico contra los ataques diarios del VIH. Además, Carlos se tomaba muy en serio sus horas de descanso. El no lo sabía, pero mientras dormimos, nuestro cuerpo secreta una sustancia llamada “hormona del crecimiento”, la que tiene por labor el regenerar todos los tejidos que se van deteriorando a lo largo del día, ya sea por el desgaste cotidiano o por la presencia de algún virus insidioso que merma al sistema inmunológico.

Así Carlos pudo mantener su salud, pese a vivir infectado por el virus que puede llegar a ocasionar el SIDA, en un tiempo en el que los medicamentos antirretrovirales eran verdaderamente agresivos contra el organismo de la persona que vivía con VIH. En nuestros días la cuestión es ligeramente más sencilla, los medicamentos han dejado de ser tan nocivos y existe una mayor apertura frente al tema del síndrome de inmunodeficiencia adquirida, pero todavía hace falta entender lo que de manera intuitiva fue muy clara para Carlos: la calidad de vida puede ser una determinante para desarrollar o no el SIDA o, incluso, otras enfermedades.

Actualmente, en ocasiones me encuentro con él en la barra de algún bar, charlando con alguien o despidiéndose luego de una o dos cervezas. Él, por supuesto, no se llama realmente Carlos, pero creo que su historia es una anécdota sobre la que podríamos reflexionar un rato.

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