viernes, 18 de marzo de 2011

Hablando de VIH: el juego de la ruleta rusa

Llegado tu turno, tomas el revólver de la mesa y lo levantas, comprobando cuán frío y pesado te resulta. Tu mirada no puede apartarse del cañón que lentamente vas aproximando hacia ti, ascendiendo por tu pecho con los dedos de tu mano crispados alrededor de la empuñadura. Mecánicamente te ves poner el índice sobre el barril del arma con sus cámaras vacías, salvo por una bala. Lo haces girar con energía, y éste, obediente, da varias vueltas antes de detenerse tras un último clic y quedar listo.

El revólver se vuelve más pesado, o así te lo parece, mientras lo acercas a tu boca que se va abriendo cansinamente. Luego, a lo largo de un segundo que dura eternidades, jalas del gatillo con el filo del cañón cosquillando tu paladar. Un resorte se libera, oyes un chasquido que martillea en tu mente con un eco que jamás conseguirás olvidar, se hace una pausa que pervive eternidades. Y no pasa nada, esta vez no te pasó nada.

Y hasta ahí llega mi parco intento literario; porque ahora que lo pienso, mi intención era hablarte un poco sobre el VIH.

El VIH es un muy pequeño bicho, de la especie conocida como virus, que no aguanta que le cambien mucho la temperatura ambiente o que lo sometan al oxígeno ni al agua, porque entonces al tipo le da por morirse, en un contexto donde el único virus bueno es el virus muerto. Pero si no se muere, si no lo enfrías ni lo mojas ni lo oxigenas, entonces se reproduce felizmente por todo el organismo, tanto y tan tenazmente que causará grandes problemas en aquél que se haya infectado. La bronca más conocida es el deterioro del sistema inmunológico que nos protege de sufrir enfermedades, otras más puede ser ciertos tipos de demencia que se manifiestan cuando al susodicho le da por alojarse entre las células del cerebro y su área conurbada.

Una vez que esto pasa y el sistema inmunológico se hace pomada, la persona que se ha infectado de VIH se enferma y le da SIDA; antes de eso, cuando el sistema inmunológico todavía aguanta, quien tenga el virus seguirá siendo una persona sana… aunque portador del VIH.

¿O sea que tener el VIH no es estar enfermo? Exacto.

Los seres humanos somos grandes bioterios ambulantes, donde coexisten en tranquila armonía bacterias, virus y las células de nuestros tejidos; la armonía entre estos elementos es el equivalente de la salud. La enfermedad y el malestar llegan cuando ese equilibrio se rompe y alguno de ellos comienza a agandallarse a los demás; esto pasa frecuentemente cuando ingresan bacterias o virus a este ecosistema personal. Cuando el VIH ingresa, se vuelve en uno de los primeros revoltosos, rompiendo con la armonía preexistente y abriendo las puertas de par en par para el paso de sarcomas, neumonías y etcétera.

Así que infectarse de VIH no equivale directamente a enfermarse, pero da inicio a la posibilidad de llegar a estarlo.

La mejor manera de infectarse de VIH es teniendo una relación sexual con alguien que ya esté infectado y sin protecciones de barrera, como lo es el condón. Pero la cosa no acaba ahí. A la probabilidad de infectarse, una vez que hemos tenido un sexo fabuloso, uno medianamente bueno, o algo que más bien preferiríamos ni comentar, se le suma la carga viral de la persona que está ya infectada y con quien tuvimos relaciones sexuales sin protegernos, es decir, la cantidad de virus nadando entre sus células; si tiene muchos virus, será más probable que alguno de esos se pase de contrabando al cuerpo de la otra persona. Otro factor es el nivel de salud del que no esta infectado: si esta persona fuma, duerme mal, come mal y hace inconscientemente todo cuanto sea posible por debilitar su sistema inmunológico, va a tener las defensas tan bajas que cuando hay la posibilidad de infectarse, el virus se encontrará con la mejor hospitalidad para instalarse y sentirse como en casa. La suma de estos factores genera una alta probabilidad de que te infectes si tienes sexo con alguien que sea portador de VIH, lo sepa esa persona, o no; lo sepas tú o no.

Existen muchas personas que viven con el VIH dentro de sus organismos y no tienen la menor idea de ello, porque están sanos y no se han hecho la prueba de sangre, pero pueden infectar a otros por descuido o negligencia. De nuevo: estar infectado de VIH no implica estar enfermo, pero si hace posible infectar a otros por descuido.

Ahora lo contrario: si tienes sexo con alguien que es VIH Positivo, es decir, que esta infectado, pero esa persona tiene pocos virus en su sistema porque toma medicamento u otras razones, la probabilidad de ser contagiado disminuye. Disminuye más si además tú haces ejercicio regularmente, duermes el tiempo suficiente, comes chido y llevas una vida saludable. Con todos estos factores, tu probabilidad de infectarte de VIH es una entre diez, igual que ponerle una sola bala al cargador y disparar con el cañón apuntando a tu cabeza.

Pero vamos, solamente a una de cada diez personas le tocaría la bala; solo hay que esperar que esa persona no seas tú.

Otras maneras de adquirir la infección es mediante el plasma sanguíneo, por eso en México, hay un programa nacional llamado “Sangre segura”, que te garantiza que toda sangre que se maneja en los hospitales es sangre super checada, que no tiene VIH ni otras sorpresas igual de desagradables. Pero cuando compartes la aguja de un compa para inyectarte alguna droga, no hay garantías de nada; el virus puede viajar en calidad V.I.P. dentro de las gotas de sangre atrapadas en el canal de la aguja, calientito, cómodo y ansioso por conocer nuevos horizontes.

Como sea, regresando al asunto del sexo, no sólo con quién, también es cómo lo haces. Si le pones con una persona que está infectada por el virus, la probabilidad de que te infectes de VIH al bajarte por los chescos y hacerle el oral a tu compañero, o llevar tu lengua a explorar las clitorídeas cavidades de tu compañera, es de una probabilidad baja para la transmisión del virus. Si lo haces de una manera más institucionalizada, aplicando al siempre entusiasta y erecto miembro A en el participativo y femenino orificio B, sin condón, además del riesgo de un embarazo, también te enfrentas a una probabilidad media de infección. Y a la que de plano le va mal en esto de las probabilidades, es a la postura del chivito en el precipicio. El sexo anal es el que mayor riesgo presenta cuando se tiene sexo sin condón y con una persona que porta el virus, por las heridas que pueden, si bien no siempre, presentarse en la pared del recto, el anillo del ano y todo lo que anda por ahí.

Y ya. Esto es sólo una parte de lo que debes saber cuando eliges usar o no un condón. Ahora sabes que alguien que está infectado de VIH no necesariamente se ve enfermo, o que infectarse de VIH no es tener SIDA pero sí implica tener que cuidarse.

Por otra parte, nadie puede obligarte a usar un condón, ni violentarte para que lo uses o chantajearte; no lo uses para cuidar de otros, que si bien es loable, lo mas importante eres tú y eres la única razón para elegirlo o no. Si quieres usarlo, bien; si no quieres usarlo, es tu decisión. Una decisión en la que te juegas una apuesta muy alta, así que antes de elegir, échale un vistazo a tu futuro. Si crees que no tienes nada que perder al infectarte de VIH y ante la posibilidad de adquirir el SIDA, va. Si consideras que el vivir siendo portador de VIH no interfiere con tus proyectos a futuro, y que puedes seguir adelante a cada pequeño instante de tu vida con el virus a cuestas, entonces no necesitas usar un condón.

!Pero claro¡, si tú decido no usarlo, yo decidiré no tener sexo contigo. No es nada personal, se trata nada más de cuidar algo que me es tremendamente valioso: mi vida.

Una psicoterapia de enfoque humanista y sistémico, diverso y sensible al género: T+C

Hablando de VIH: el juego de la ruleta rusa

marzo 18, 2011 Hernan Paniagua
Llegado tu turno, tomas el revólver de la mesa y lo levantas, comprobando cuán frío y pesado te resulta. Tu mirada no puede apartarse del cañón que lentamente vas aproximando hacia ti, ascendiendo por tu pecho con los dedos de tu mano crispados alrededor de la empuñadura. Mecánicamente te ves poner el índice sobre el barril del arma con sus cámaras vacías, salvo por una bala. Lo haces girar con energía, y éste, obediente, da varias vueltas antes de detenerse tras un último clic y quedar listo.

El revólver se vuelve más pesado, o así te lo parece, mientras lo acercas a tu boca que se va abriendo cansinamente. Luego, a lo largo de un segundo que dura eternidades, jalas del gatillo con el filo del cañón cosquillando tu paladar. Un resorte se libera, oyes un chasquido que martillea en tu mente con un eco que jamás conseguirás olvidar, se hace una pausa que pervive eternidades. Y no pasa nada, esta vez no te pasó nada.

Y hasta ahí llega mi parco intento literario; porque ahora que lo pienso, mi intención era hablarte un poco sobre el VIH.

martes, 1 de marzo de 2011

Bienvenido a la crisis de los treinta

Cuando eres estudiante, tu existencia esta repleta de certezas: sabes qué cosa sigue a cada experiencia que estas viviendo, tienes un proyecto de vida claro, entiendes cuál es tu papel en la sociedad e incluso, por el simple hecho de estar estudiando obtienes gratuitamente un cierto prestigio social, particularmente cuando estas en la universidad. Cuando tienes veintitantos, tu vida está igualmente definida: eres “chavo”, careces de responsabilidades y si te equivocas no falta quien se haga cargo por ti, nadie espera que seas especialmente maduro o etcétera; además de que cuando ves el discurso mercadológico de los medios, te es claro que el ochenta por ciento de los spots, escaparates y anuncios publicitarios te hablan a ti.

Cuando estás en los veintes y eres estudiante, es fácil encontrar oportunidades para relacionarte con los demás: en el antro, en el salón de clases, en la explanada de la universidad. Basta dar a conocer estas dos categorías fundamentales (veinteañero + estudiante) para que el otro se identifique contigo y obtengas el intro para una hermosa amistad. Pero nada dura para siempre, o como solía decir mi traqueteada abuela: todo por servir se acaba.

Hasta ese momento quedaba por demás claro quién eres, que se espera de ti y tu que puedes esperar de los demás, del universo y de la vida. Eso es identidad, y los medios, los vecinos, los profesores, los amigos y todo el mundo te ayudan oportunamente a mantenerla. Pero de repente, un día te levantas y ya estás titulado de la carrera; todo por lo que tanto estudiaste, cada una de las pestañas que te quemaste, todos tus esfuerzos se ven consumados de sopetón, luego de un solemne pero breve examen profesional.

Al menos ese fue mi caso. Pasan algunos días y una mañana la vida te recibe con un pastel de cumpleaños que más bien parece una maqueta de San Juanico; es el inexorable momento en que cumples los treinta. ¿Y luego…?

Como es corriente, la vida sigue y dejas atrás los estudios, tus veintes se vuelven poco menos que un nostálgico recuerdo y te miras tratando de convencerte de que nada ha cambiado. Pero vaya que las cosas han cambiado. En nuestra sociedad tener treinta y tantos es como estar en el limbo, eres socialmente invisible; no hay programas sociales que se dirijan a ti, como pasaba antes que cabías oficialmente en la abstracta categoría de “joven”; no eres interesante, ni marginado, ni perteneces a un grupo vulnerable a menos que seas indígena o te falte una pierna, por lo que tampoco la sociedad te voltea a ver cuando se trata de repartir las dádivas del sistema.

Y ¿recuerdas que tenías una identidad?, bueno, ahora no tienes idea de quién eres, cómo vas a hacerle, ni dónde estas parado. Y luego, cuando se trata de la vida social, ya no cuentas con los atajos del salón de clases y los pasillos de la facultad como lugares comunes para conocer gente nueva, ya nadie se siente identificado contigo con la facilidad de antaño, y perdiste el prestigio que te daba el ser estudiante; ahora eres un “licenciado” más. Ya nadie meterá las manos para que el peso de tus errores no te agobie tanto, ni tienes esa especie de fuero que infaliblemente te rescata de tener que actuar como un adulto o de responder a las demandas sociales.

Ahora, de hecho, eres oficialmente un adulto, y todos esperan que puedas salir adelante con tus propios recursos. Bienvenido a la faceta mas cruda del darwinismo social y sus dinámicas urbanas de la selección natural; en estos terrenos postmodernos la consigna es: o te aclimatas, o te aclimueres, o te adaptas o te extingues. A simple vista, pareciera que tras la metamorfosis de los treintas, surgen más contras que pros; y volteas para ver cómo es que otros le han hecho para salir airosos de esta situación, y lo que te encuentras es  por demás decepcionante: eres hetero, te caen los treintas y sin previo aviso te encuentras ya casado y esperando a tu primer o segundo hijo, quizá una hija. Lo que antes ganabas para satisfacer tus gustos personales y antojos, ahora lo inviertes en la casa para mantener a tu familia.

Quizá tu pareja también le chambea para solventar los gastos, pero eso no impide que tu libertad económica se haya limitado notoriamente. Los pasatiempos que tenías, esos han quedado atrás porque ahora careces del tiempo que cuando joven (hace dos años o por ahí) despilfarrabas sin empacho, además ahora eres formal. Y esas actitudes que tenías frente a la vida, tales como despreocupación, optimismo, juego y hasta un picaresco sentido de aventura ya no tienen cabida, la sociedad te exige que hayas madurado.

Porque ser maduro es ser solemne; todos sabemos que un adulto no se sienta en el piso, ni anda por la calle dando saltos por encima de los contenedores de basura. Ser adulto es estar en un nivel elevado de la sociedad, implica un prestigio distinto al que teníamos cuando estudiantes, pero prestigio al fin, con sus responsabilidades, porque como decía el tío Ben: “con un gran poder, viene una gran responsabilidad”. Y vaya que los adultos tienen poder en esta sociedad. Pero cuando actúas medianamente diferente a como se esperaría de alguien ya instalado en sus treintas, antesala de los cuarentas, la sociedad, esas buenas personas bienintencionadas, gentilmente te harán saber su desaprobación.

No, no esperes que sean sutiles.

Este es el modelito para todos, el rol que asumes si quieres recuperar cierta certidumbre de la que gozabas en la década pasada. Si a tus treintas cuentas ya con una familia, un empleo estable y una actitud que es un fastuoso despliegue de valores morales, entonces la sociedad, orgullosa de ti, te lo compensará cobijándote en su ceno como uno de sus hijos legítimos.

Podrás sentirte “perteneciente” y podrás relacionarte con los demás a través de tus pequeños hijos que balbucean desde sus carreolas rosadas, o de tu perro cuando lo pasees cada tarde por el Parque México. Pero si irresponsablemente eliges hacer las cosas a tu manera, y llegas a los treinta sin casarte, sin tener un empleo que proyecte estabilidad social y económica y además te comportas puerilmente cuando la situación te deja, entonces deberás hacerte a la idea de ser un paria. ¡Hay de la mujer que cumple sus treinta años sin tener un hombre que la mantenga!, ¡hay del hombre que abandona su veintes a pié y no en su auto lavado religiosamente cada mientras se apoltrona tras el escritorio de su oficina!

Cuando decides dar inicio al resto de tu vida según tu gusto y apetencias personales, necesitas entender que la sociedad te confrontará a cada minuto, y que frente la maltrecha identidad que les es regalada a los que se conformaron con lo tradicional, tú tendrás que arreglártelas para armar la tuya de una forma incesantemente creativa. Ahora más que nunca se hará evidente que tendrás que ingeniártelas para ser feliz y armarte una vida que realmente te satisfaga. Otrora, nunca ese hecho fue tan tangible: una vez que empiezas a tomar decisiones autónomas, no puedes detenerte.

Y lo lograrás; adoptarás un modo de vida notablemente satisfactorio porque tienes todas las herramientas para conseguirlo; solo hace falta que te decidas a aventarte, porque vale la pena. Y la sociedad continuará confrontándote, pero entonces sabrás que es inevitable porque tu simple presencia les confronta; tu existencia plena dentro de una vida a la medida, personalizada para ti y con tu sello y marca, les muestra a cada segundo lo que pudieron haber tenido de haber escogido, como tú, diseñarse su vida; lo que habría sido para ellos de haber rechazado el proyecto prefabricado que les heredaron las generaciones pasadas: míralo, se parece tanto al abuelo… como éste era igualito a tu tatarabuelo…

Diseñar tu propia vida no es sencillo, construir una identidad propia es una tarea a la que muy pocos se avientan, pero es claro que vale la pena. No hay mejor vacuna que ésta, contra la vergüenza de llegar a la muerte sin haber realmente vivido.

Una psicoterapia de enfoque humanista y sistémico, diverso y sensible al género: T+C

Bienvenido a la crisis de los treinta

Cuando eres estudiante, tu existencia esta repleta de certezas: sabes qué cosa sigue a cada experiencia que estas viviendo, tienes un proyecto de vida claro, entiendes cuál es tu papel en la sociedad e incluso, por el simple hecho de estar estudiando obtienes gratuitamente un cierto prestigio social, particularmente cuando estas en la universidad. Cuando tienes veintitantos, tu vida está igualmente definida: eres “chavo”, careces de responsabilidades y si te equivocas no falta quien se haga cargo por ti, nadie espera que seas especialmente maduro o etcétera; además de que cuando ves el discurso mercadológico de los medios, te es claro que el ochenta por ciento de los spots, escaparates y anuncios publicitarios te hablan a ti.

Cuando estás en los veintes y eres estudiante, es fácil encontrar oportunidades para relacionarte con los demás: en el antro, en el salón de clases, en la explanada de la universidad. Basta dar a conocer estas dos categorías fundamentales (veinteañero + estudiante) para que el otro se identifique contigo y obtengas el intro para una hermosa amistad. Pero nada dura para siempre, o como solía decir mi traqueteada abuela: todo por servir se acaba.