jueves, 14 de junio de 2012

Lo que no se dice en la pareja

Imagina que tengo una caja de zapatos pintada de negro y que la he agitado enfrente de ti, haciendo sonar el montón de cosas que lleva adentro. Imagina que sabes que me la pase toda la semana juntando cosas para meterlas ahí con dedicación, y te he contado que algunas de ellas son muy interesantes, y que algunas incluso te van a sorprender.  Entonces la pongo sobre la mesa, a tu alcance y me dispongo a enseñarte su contenido. Desamarro el listón con que la cerré, le quito la cinta adhesiva y en el camino me acuerdo y te comento que algunas de esas cosas te serían muy útiles. Pero de repente cambio súbitamente de opinión y la vuelvo amarrar, la quito de la mesa y me la llevo de ahí. ¿Con qué emociones vas a quedarte tú después de este evento?

Ahora imagina que este ejercicio de expectativas e incertidumbres se hace cotidiano. Verás a tu pareja transformarse lentamente y terminar haciendo lo que jamás antes hubiera hecho: jaquear tu cuenta de correo, colocar un spyware en tu computadora o contratar un detective privado, como a la antigüita.  Suena muy extremo, pero aunque no lo creas esta dinámica es habitual en ciertas y enloquecedoras relaciones de pareja. En términos generales, la fórmula es: guárdate información que tu pareja necesita porque él o ella asume que es algo importante y en cada momento en que puedas, suéltale datos aislados acerca de eso que ya se sabe que callas, pero nunca la información completa. Así, él o ella no podrá tomar decisiones respecto a la relación o a su propia vida hasta que sienta que están todas las cartas sobre la mesa, y con eso le mantendrás en un estado de congelamiento desesperante tanto como tú lo desees.

Pero como nadie puede aguantar una situación como esta por mucho tiempo; por eso notarás que tu pareja tratará de conseguir la información por sí misma y te preguntará de ello con mayor obstinación cada vez, pretendiendo convencerte o coercionarte para que sueltes la sopa. Y si no aplica el abordaje directo, es posible que revise las conversaciones en tu celular o entre a tu cuenta de Facebook para obtener por sí misma o por sí mismo las respuestas que necesita. La premisa básica es que el no saber algo importante causa una terrible incertidumbre.

Consecuentemente, la incertidumbre origina celos, agresión, desconfianza; por no mencionar la invasión a la intimidad.

En lo cotidiano, frecuentemente tenemos miedo de abordar desde la comunicación clara y directa determinados temas que creemos que nuestra pareja tomará mal o no sabrá entender; y entonces a la vez que no lo hablamos, nuestra comunicación no verbal deja entrever que hay algo preocupante que no estamos diciendo. Nuestra pareja quedará libre de inventarse las historias que desee al respecto de esta información que no le damos, y en algunos casos va a imaginarse lo peor, según si sus inseguridades personales están lo suficientemente cerca para sugerirle los escenarios más catastróficos detrás de tu silencio.

A veces callamos lo importante porque no queremos lastimarle, y a veces callamos porque ante la posibilidad de provocar su enojo, no queremos salir lastimados. Pero en uno u otro caso la relación se vulnera. En las relaciones de pareja los y las participantes están tan emocionalmente cerca, que lo que no decimos forma una zona oscura que denota que ahí hay algo, aunque no pueda verse lo que es; esto efectivamente es un llamado a la honestidad y la confianza en la relación, pero no necesariamente una invitación a compartirlo todo.

En cualquier relación interpersonal se vale no estar a gusto con cómo se desarrollan las cosas, se vale que queramos ser tratados o tratadas de forma distinta e incluso, se vale no querer continuar con la relación. Cuando la situación es de este tipo, hay que hablarlo, porque es algo que concierne a los involucrados en esa relación. Siempre hay una forma y un momento para hacerlo, y si el momento jamás llegara y no tuviéramos la lucidez para clarificar cuál sería la “mejor forma de decirlo”, concéntrate simplemente en comunicarlo; considera que siempre hace más daño no decirlo y dejar a que lo que callábamos se vuelva evidente por si mismo.

Si lo que te agobia es algo personal y no deseas compartirlo por las que sean tus razones, entonces puedes decirlo, delimitando el terreno de lo que no estás comunicando: “si, si ocurre algo pero no tiene que ver contigo; quizá pueda contártelo después, pero por ahora prefiero no hacerlo”. No tienes que ir por la vida compartiéndolo todo, se vale que guardes aspectos de tu vida en tu intimidad, y recordarle esto a los demás es un buen ejercicio de establecimiento de límites; solo recuerda, si lo que callas incumbe a tu relación, la otra persona tiene derecho a saberlo, de lo contrario la incertidumbre convertirá tu relación en un pequeño infierno.

Este texto lo redacté desde un escenario hipotético en el que eres tu quien tiene el control de lo que se dice o deja de decirse; una situación en la que es tu pareja quien recibe el peso de la incertidumbre. Hazme ahora un favor y vuelve a leerlo, pero esta vez asumiendo que le escribo a tu pareja conminándole a que administre adecuadamente la información que te proporciona acerca de su relación contigo. Imagina que sentirías tú si supieras que hay algo que parece importante y de lo que nadie te dice nada, imagina lo que harías.

-¿Sabes cómo dejar un gallego en suspenso durante 24 horas?
-…mañana te digo.

Una psicoterapia de enfoque humanista y sistémico, diverso y sensible al género: T+C

Lo que no se dice en la pareja

Imagina que tengo una caja de zapatos pintada de negro y que la he agitado enfrente de ti, haciendo sonar el montón de cosas que lleva adentro. Imagina que sabes que me la pase toda la semana juntando cosas para meterlas ahí con dedicación, y te he contado que algunas de ellas son muy interesantes, y que algunas incluso te van a sorprender.  Entonces la pongo sobre la mesa, a tu alcance y me dispongo a enseñarte su contenido. Desamarro el listón con que la cerré, le quito la cinta adhesiva y en el camino me acuerdo y te comento que algunas de esas cosas te serían muy útiles. Pero de repente cambio súbitamente de opinión y la vuelvo amarrar, la quito de la mesa y me la llevo de ahí. ¿Con qué emociones vas a quedarte tú después de este evento?

Ahora imagina que este ejercicio de expectativas e incertidumbres se hace cotidiano. Verás a tu pareja transformarse lentamente y terminar haciendo lo que jamás antes hubiera hecho: jaquear tu cuenta de correo, colocar un spyware en tu computadora o contratar un detective privado, como a la antigüita.  Suena muy extremo, pero aunque no lo creas esta dinámica es habitual en ciertas y enloquecedoras relaciones de pareja. En términos generales, la fórmula es: guárdate información que tu pareja necesita porque él o ella asume que es algo importante y en cada momento en que puedas, suéltale datos aislados acerca de eso que ya se sabe que callas, pero nunca la información completa. Así, él o ella no podrá tomar decisiones respecto a la relación o a su propia vida hasta que sienta que están todas las cartas sobre la mesa, y con eso le mantendrás en un estado de congelamiento desesperante tanto como tú lo desees.


sábado, 2 de junio de 2012

La responsabilidad de ser LGBTTI

¿Te has preguntado alguna vez cómo le hacen las sociedades para evolucionar?, desde un análisis muy ligero de una comunidad, puedes distinguir dos vertientes ideológicas muy claras: las que tienden a la derecha y las que tienden a la izquierda. La ideología de extrema derecha busca el mantenimiento del status quo, que lo que se ha ganado se mantenga y lo que ha funcionado para establecer la estructura social nunca cambie. La ideología de extrema izquierda guarda una postura crítica desde la que todo tiempo futuro puede siempre ser mejor; buscan innovaciones, cambios, arriesgarse para el crecimiento de la colectividad.

En la práctica, las agrupaciones sociales de derecha parecieran tener más poder y mayores recursos que las que tienden ideológicamente hacia la izquierda, y si esto fuese un patrón sostenido, entonces se mantiene la pregunta de ¿cómo es que pueden evolucionar las sociedades si la fuerza más potente de la comunidad tiende hacia el status quo? La respuesta no está en las estructuras de poder más elevadas, sino en pequeños grupos sociales que buscan el reconocimiento de sus necesidades e identidad; ellos y ellas son las minorías.

Desde los ochentas el tema de las minorías ha crecido en importancia dentro del discurso demagógico y los planteamientos sociales: indígenas, personas de la tercera edad, inmigrantes, gente viviendo desde la diversidad sexual, etcétera. Y algunos grupos que no son numéricamente inferiores, se vuelven minoría porque la discriminación y violencia de la que son objeto las vuelve foco de atención para políticas de protección; por ejemplo las mujeres o los jóvenes. En este contexto hay minorías que son objeto de atención por su sola existencia, y hay las que reclaman la atención de su sociedad desde una demanda puntual de reconocimiento. Estas últimas son las minorías activas.

Ahora podemos responder a la pregunta inicial: quienes a lo largo de la historia han logrado cambios sustanciales en la sociedad han sido las minorías que desde una postura activa, cuestionan las afirmaciones que el status quo sostiene hacia la comunidad. Las mujeres obtuvieron el voto al activarse como minoría, los homosexuales lograron el reconocimiento legal de los matrimonios gay, y etcétera. Revisando cualquier volumen de historia universal del colegio, te encuentras con múltiples ejemplos de esto. De ahí que sea innegable que es responsabilidad de las minorías activas llevar a su sociedad hacia rumbos que le permitan renovarse y continuar existiendo. Una sociedad que se niega a escuchar a sus minorías es por default, una sociedad decadente.

Y esa responsabilidad desciende de la colectividad minoritaria hacia cada uno de sus integrantes, convirtiéndolos en factores de cambio social. El poder de las minorías termina, en el mejor de los casos, cuando pueden asimilarse a un nuevo status quo que ya identifica y respeta la identidad y necesidades de quienes la conformaban; pero en el peor de los casos, también termina cuando las minorías esperan que sea otra figura la haga su chamba y promueva el cambio, cuando dejan de estar activas, cuando se resignan sin asimilarse.

Hoy en día ser hombre gay o chica lesbiana, o ser bi, o trans (quizá especialmente ser trans) implica una enorme responsabilidad social, porque equivale a conducir a la comunidad hacia un cambio necesario y urgente. No importa si el gobierno de una nación está en manos de la derecha o de la izquierda, las minorías activas siempre estarán existiendo y demandando transformaciones que van más allá del confort de lo teórico y lo ideológico; esa voz en cuello de las minorías llama hacia el aquí y el ahora, hacia lo que es más cotidiano e impostergable.

Una psicoterapia de enfoque humanista y sistémico, diverso y sensible al género: T+C

La responsabilidad de ser LGBTTI

¿Te has preguntado alguna vez cómo le hacen las sociedades para evolucionar?, desde un análisis muy ligero de una comunidad, puedes distinguir dos vertientes ideológicas muy claras: las que tienden a la derecha y las que tienden a la izquierda. La ideología de extrema derecha busca el mantenimiento del status quo, que lo que se ha ganado se mantenga y lo que ha funcionado para establecer la estructura social nunca cambie. La ideología de extrema izquierda guarda una postura crítica desde la que todo tiempo futuro puede siempre ser mejor; buscan innovaciones, cambios, arriesgarse para el crecimiento de la colectividad.

En la práctica, las agrupaciones sociales de derecha parecieran tener más poder y mayores recursos que las que tienden ideológicamente hacia la izquierda, y si esto fuese un patrón sostenido, entonces se mantiene la pregunta de ¿cómo es que pueden evolucionar las sociedades si la fuerza más potente de la comunidad tiende hacia el status quo? La respuesta no está en las estructuras de poder más elevadas, sino en pequeños grupos sociales que buscan el reconocimiento de sus necesidades e identidad; ellos y ellas son las minorías.


viernes, 1 de junio de 2012

La culpa

Pensando en inteligencia emocional, podríamos decir que todas las emociones que somos capaces de sentir nos conducen a cierto tipo especifico de movimiento; por ejemplo, la tristeza te mueve hacia el aislamiento, te lleva a introvertirte y ver qué ocurre dentro de ti. La felicidad tiene lo suyo, que te lleva a buscar a las personas y compartir con ellas; el miedo te hace correr en el sentido contrario, la nostalgia a revisar tu historia de vida y a veces a reinterpretarla. Pero, ¿qué hay con la culpa?

Del extenso abanico de emociones que los seres humanos somos capaces de sentir, la culpa es la que tiene peor imagen pública, y no sin razón. Ella te conduce a una baja opinión de ti misma o de ti mismo y en la mayoría de los casos, a convertirte a ti en tu propio juez, jurado y verdugo implacable. Las personas habituadas a  sentir culpa, frecuentemente viven intranquilas y con pensamientos de reproche que les restan energía para encarar a los demás o iniciar proyectos. La frase más vinculada a la culpa es “no me lo merezco”, no importa qué. Es como tener un lastre amarrado al cuello y que por más que intentas subir, no te lo permite.

Disexionemos  a la culpa: se trata de una emoción que me pone en deuda debido a una acción que he llevado a cabo o que evité hacer. Tiene que ver con alguien más, es decir, que esa deuda ¿moral? que he adquirido concierne además a otra persona distinta a mí; de ahí que la culpa usualmente sea respecto a alguien: evitamos ver a fulanita porque nos da culpa, aceptamos lo que nos pide menganito porque sentimos culpa, y así. Ahora, si el enojo nos mueve a generar cambios alrededor de uno, ¿hacia dónde nos mueve la culpa?

La culpa sin duda es un arrepentimiento, un tache que le ponemos a nuestro proceder pasado. Seguramente hemos decepcionado a alguien que esperaba algo de nosotros, probablemente hemos deteriorado la imagen que esa persona tenía de nosotros; y ahí está el espíritu de la culpa, justo en la premisa silenciosa de: “debo cumplir con las expectativas de los demás, debo satisfacer lo que los otros esperan de mi”, incluso a veces a costa de mi mismo.

¿Por qué no siento culpa al no haberme comprado la chamarra de la que tenía ganas?, ¿porqué no me reprocho no haber ido al parque ayer? La culpa es una emoción de carácter social; nos vincula a los demás de una forma jerárquica. Cuando la culpa está presente y domina al resto de mis emociones, yo me siento por debajo de los demás, y especialmente inferior a una persona en especial. La culpa me pone en desventaja frente a alguien y me mueve a compensar.

No hay peor negociador que una persona con culpa, porque entonces sus emociones le llevarán a ceder en todo y va a ponerse en manos de aquél o aquella persona frente a quien se siente culpable. En una macroescala, el objetivo de la culpa es la sumisión. Si yo consigo estimular la culpa en mi pareja, él o ella hará todo cuanto yo le pida; si estimulo la culpa en mis empleados, yo podré reducirles el sueldo sin que ellos protesten demasiado: “Godínez, usted nunca trabaja lo suficiente; ¿así quiere prosperar en esta empresa?”.

Empero, no todas las personas son igualmente propensas a sentirse culpables; al menos no en la misma magnitud. Quienes son asiduas víctimas de la culpa cuentan en su personalidad con una elevada exigencia hacia sí mismas o hacia sí mismos, una que les demanda cumplir las expectativas de los demás y acoplarse a la imagen que los otros se han hecho de él o ella. La culpa manifiesta entonces esa obligación de ser más congruente con los demás que conmigo mismo.

¿En su personalidad?, mejor pongamos que han desarrollado el hábito de satisfacer las expectativas de las personas importantes a su alrededor, ya sea porque no hacerlo tendría un costo más elevado, o ya porque no tenían expectativas propias que cumplirse a sí mismas o mismos. La culpa llega cuando rompen esa mala costumbre y hacen lo que necesitan (o quieren) hacer y no lo que se espera que hagan, entonces una vocecita en su cabeza les reprocha y les trata de convencer de compensar de alguna manera tan “imperdonable” falta.

¿Entonces hay que aprender a ignorar a la culpa? Claro que no. Del arcoíris de emociones que los seres humanos somos capaces de sentir, y piénsalas todas ellas como colores en un espectro que va de lo más luminoso a lo más oscuro, es necesario experimentarlas todas a lo largo de la vida para vivir con plenitud; así que experimentar la culpa tiene un aspecto funcional y positivo. La cuestión es no confundirse: en lugar de ignorarla, solo evita darle la razón por default. Evalúa tu culpa, revisa si tiene razón de estar ahí porque la has regado, ya sea por negligencia, maldad o descuido al hacer algo que afectó a alguna persona que es importante para ti. Si eres honesta u honesto y la culpa tiene sentido, has algo al respecto.

Si lo que hiciste o no hiciste, fue porque necesitabas portarte con mayor lealtad contigo que con los demás, y la decisión que tomabas te ponía en la encrucijada de ser más congruente con la otra persona que contigo, entonces apechuga y acepta que no tienes el material suficiente para sentirte culpable.

Y en presencia de la culpa, saca cuentas: ¿frente a quién me siento culpable?, ¿cuál es el reclamo que supongo que él o ella me haría?, ¿cómo defino esta deuda que yo asumo hacia esa persona?, ¿de qué manera imagino que podría saldar esa deuda para recuperar mi tranquilidad? Detecta cómo muchas de las reflexiones que pueden clarificar el sentimiento de culpa son en realidad conjeturas; a veces uno se siente el más culpable y la persona hacia la que nos sentimos en deuda no tiene absolutamente nada que se le ocurra reprocharnos; la culpa surge de lo que yo mismo pensaría imperdonable, pero afortunadamente todas las personas pensamos cosas diferentes.

También pasa que para alguien pueda ser imperdonable que no le visite en casa todos los  días y como su queja no tiene sentido para mí, no me estimule la menor culpa.

Recuerda no darle la razón a la culpa tan a la primera; planteate punto por punto respecto a qué y a quién te sientes culpable y escucha tus propios argumentos, escribelos, ¿sigue manteniendo la culpa su mismo peso? Si le das la razón a la culpa y te sientes en deuda con alguien, pacta contigo una forma de resarcir tu falta; plantéate el modo en que pagarás tu deuda para que ésta no quede en tu consciencia marcándote de por vida.

Una psicoterapia de enfoque humanista y sistémico, diverso y sensible al género: T+C

La culpa

Pensando en inteligencia emocional, podríamos decir que todas las emociones que somos capaces de sentir nos conducen a cierto tipo especifico de movimiento; por ejemplo, la tristeza te mueve hacia el aislamiento, te lleva a introvertirte y ver qué ocurre dentro de ti. La felicidad tiene lo suyo, que te lleva a buscar a las personas y compartir con ellas; el miedo te hace correr en el sentido contrario, la nostalgia a revisar tu historia de vida y a veces a reinterpretarla. Pero, ¿qué hay con la culpa?

Del extenso abanico de emociones que los seres humanos somos capaces de sentir, la culpa es la que tiene peor imagen pública, y no sin razón. Ella te conduce a una baja opinión de ti misma o de ti mismo y en la mayoría de los casos, a convertirte a ti en tu propio juez, jurado y verdugo implacable. Las personas habituadas a  sentir culpa, frecuentemente viven intranquilas y con pensamientos de reproche que les restan energía para encarar a los demás o iniciar proyectos. La frase más vinculada a la culpa es “no me lo merezco”, no importa qué. Es como tener un lastre amarrado al cuello y que por más que intentas subir, no te lo permite.